Hay formas de violencia que no hacen ruido, pero dejan marcas. Se filtran en las aulas, en los pasillos, en las redes, en los hogares, en los espacios de trabajo, incluso en los vínculos más cercanos. Y como no gritan, como no sangran, no nos alarman.

Las normalizamos.

Nos acostumbramos a ciertas formas de trato. A la burla “inofensiva”, al comentario hiriente disfrazado de chiste, al silencio frente a lo injusto. Nos acostumbramos tanto, que ya no vemos. Y cuando no vemos, no actuamos.

El artículo de LA GACETA sobre agresiones en entornos escolares es un espejo que incomoda. Porque muestra que lo que no se nombra, no se atiende. Y lo que no se atiende, se multiplica.

Pero esto no es solo un problema de las escuelas. Es un reflejo de cómo nos estamos relacionando como sociedad. Del apuro, del individualismo, de la falta de escucha. Y de cuánto nos cuesta frenar para preguntarnos:

  • ¿Qué herencias violentas seguimos sosteniendo sin darnos cuenta?
  • ¿Qué patrones seguimos reproduciendo “porque siempre fue así”?
  • ¿Qué sufrimientos silenciamos detrás de lo que llamamos normal?

Necesitamos visibilizar lo invisible. Y construir, desde cada rol, una cultura del cuidado, donde la empatía no sea la excepción sino la base. Porque cada gesto que normaliza la violencia, es una oportunidad perdida de sembrar paz.