A veces creemos que una audiencia fallida, una notificación sin respuesta o una apelación desistida en el expediente bastan para resolver un caso. Pero en ciertos procesos, aplicar la norma sin más puede significar cerrar la puerta a la justicia.
No son pocas las veces que esto sucede en nuestro Juzgado.
Hay decisiones que, desde la lógica procesal, parecen sencillas. Pero si se miran desde la perspectiva de los derechos humanos —especialmente cuando involucran a personas absolutamente vulnerables— esa simplicidad puede convertirse en “injusticia”.
Es en ese momento donde vienen las letras y el sentido del Preámbulo de nuestra Constitución cuando convoca al pueblo argentino a “afianzar la justicia”. No a limitarla a los márgenes del procedimiento, sino a garantizar que el Derecho sea una herramienta de reparación, no de exclusión.
El compromiso judicial no se agota en cumplir la letra de la ley. Se expresa, sobre todo, en decidir con responsabilidad, con humanidad y con sentido. En recordar que el expediente no es más importante que las personas. Que los plazos no deben pesar más que los derechos. Que el sistema no está para castigar, sino para proteger. Porque no hay verdadera justicia cuando el proceso deja como “ganador” a quien simplemente supo resistir mejor el trámite, y como “perdedor” a quien, por ese mismo camino, fue despojado de un derecho.
¿Cómo podríamos pensar en una victoria procesal cuando sabemos que, en esa forma de ganar, hicimos perder al otro lo más elemental: su derecho? ¿Y qué decir cuando ese derecho es esencial, cuando afecta la dignidad, la subsistencia o la integridad de una persona?
En esos casos, la legalidad sin humanidad no es justicia. Es apenas forma vacía, desprovista del verdadero sentido del mandato constitucional de afianzar la justicia que nos guía desde el Preámbulo de nuestra Constitución.
Porque a veces, una buena sentencia no clausura un expediente. Lo abre. A nuevas posibilidades. A soluciones reales. A una justicia que no se conforma con parecer justa: se exige serlo.
