Eso fue lo que escuché la semana pasada, tras compartir un espacio sobre educación, violencia y niñez. Una frase dicha quizás con intención de cuidado… pero que termina marcando un límite inquietante.
Porque cuando el «no meterse» se vuelve una recomendación institucional, el riesgo no es solo el silencio. Es la claudicación ética.
Desde la experiencia, aprendemos que los límites existen —legales, emocionales, institucionales—, pero también aprendemos que hay otros que se corren. Que se interpelan. Que se atraviesan con respeto, convicción y responsabilidad.
No se trata de valentía, sino de coherencia.
No se trata de desobediencia, sino de conciencia.
Y, sobre todo, se trata de compromiso: con la infancia, con la justicia, con lo que cada uno vino a hacer a este mundo.
A veces, defender derechos implica incomodar.
A veces, lo más profesional es justamente… meterse con eso.
