La función judicial no es solo resolver casos. También es enseñar.
Quienes ejercemos la magistratura tenemos una oportunidad —y también una responsabilidad— de generar confianza pública no solo con nuestras sentencias, sino con cada acto, con cada audiencia, con cada palabra.
Educar no significa dictar cátedra. Significa explicar con claridad, actuar con coherencia y mostrar que detrás del expediente hay una persona que merece ser comprendida. Significa hablar un lenguaje que no excluya, que no intimide, que no castigue desde la forma.
Cada resolución clara fortalece el acceso a la justicia.
Cada decisión fundada y expresada adecuadamente, básicamente comprensible para cualquier lector, reafirma el valor de la ley como instrumento de cuidado.
Cada espacio de escucha construye ciudadanía.
La justicia también enseña cuando reconoce que no lo sabe todo, cuando se deja interpelar, cuando acompaña procesos sociales más amplios.
Porque no hay imparcialidad sin comprensión, ni hay autoridad legítima sin cercanía.
Desde este trabajo, como parte de un sistema en constante transformación, creo firmemente que ejercer la función judicial también es sembrar una cultura de derechos.
Y eso, también es educar.
