Durante siglos, la infancia fue concebida como una etapa de tránsito, marcada por la dependencia y la tutela, más que por la titularidad de derechos. La figura del niño aparecía en los discursos jurídicos y sociales como objeto de cuidado o corrección, pero no como sujeto autónomo con voz y voluntad propia. Esta visión comenzó a transformarse lentamente hacia fines del siglo XX, cuando se consolidaron enfoques que reconocen a niñas, niños y adolescentes como personas plenas, con derechos que deben ser respetados y garantizados por el Estado y la sociedad en su conjunto.

La Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1989 —con jerarquía constitucional en Argentina desde 1994—, marcó un hito en este cambio de paradigma. Su enfoque implica no sólo una ampliación de derechos, sino también un giro profundo en las relaciones de poder: la niñez deja de ser objeto pasivo de intervención y comienza a ser reconocida como portadora de soberanía personal.

Aunque el marco normativo ha evolucionado notablemente, persisten inercias culturales, institucionales y sociales que obstaculizan el reconocimiento pleno de las niñas y los niños como sujetos soberanos de derechos. Este enfoque, por tanto, representa un desafío teórico y práctico para el derecho, en especial para quienes trabajamos en el ámbito judicial.

En estas líneas, propongo reflexionar sobre este concepto de soberanía del niño no como una metáfora, sino como una categoría jurídica y política con impacto real en nuestras decisiones cotidianas.

I. Fundamentos conceptuales de la Soberanía del Niño

Hablar de la “soberanía del niño” supone una apuesta conceptual significativa: se trata de reconocer que niñas y niños no sólo poseen derechos, sino que deben ejercerlos de forma progresiva, conforme a su desarrollo, sin quedar subordinados a una tutela absoluta que los invisibilice o silencie. Este enfoque trasciende la idea de protección —aún necesaria—, para centrarse en su capacidad de autodeterminación y en la obligación del Estado de garantizar condiciones para su ejercicio efectivo.

El término “soberanía”, históricamente vinculado al poder estatal o a la autonomía política, trasladado a la infancia, expresa una transformación profunda: los niños ya no son sólo titulares de derechos por delegación, sino por su propia condición de personas. Esto interpela al derecho a construir mecanismos que les permitan expresarse, decidir y participar, incluso cuando el reconocimiento formal de sus prerrogativas ya esté establecido.

Este reconocimiento tiene bases sólidas en los principios rectores de la Convención sobre los Derechos del Niño:

  • Interés superior del niño: criterio orientador que obliga a priorizar sus necesidades y derechos en toda decisión que lo involucre.
  • Participación: derecho a expresar su opinión libremente en todos los asuntos que le afectan, y a que esta sea tenida en cuenta según su madurez.
  • Desarrollo progresivo de capacidades: gradualidad que no niega derechos, sino que adapta su ejercicio a las etapas del crecimiento.

Además del plano normativo internacional, la legislación nacional argentina ha ido receptando estos principios, exigiendo a los operadores jurídicos un cambio en la mirada y en las prácticas. Reconocer la soberanía del niño implica también revisar las estructuras adultocéntricas que persisten en el sistema legal, educativo y familiar, y abrir espacio a una justicia que no solo escuche, sino que reconozca y respete.

II. Implicaciones Prácticas y Judiciales

El reconocimiento del niño como sujeto de derecho —soberanía— no puede quedarse en el plano teórico o normativo; exige transformaciones concretas en la práctica judicial, educativa e institucional. En el ámbito jurídico, esto supone una revisión de los modos en que se tramitan los procesos que involucran a niñas, niños y adolescentes, así como de los dispositivos disponibles para garantizar su participación efectiva.

Uno de los principales desafíos radica en operativizar el derecho a ser oído, no como un acto formal o simbólico, sino como una instancia real de escucha activa, adaptada a la edad, madurez y contexto de cada niño. Esto requiere no solo adecuaciones procedimentales —como entrevistas en entornos amigables o participación mediante herramientas expresivas diversas—, sino también una formación continua de quienes integramos el sistema judicial, para superar lógicas centradas exclusivamente en la mirada adulta y promover una cultura de respeto genuino por la palabra de la niñez.

En este sentido, distintas jurisdicciones han comenzado a implementar buenas prácticas que pueden tomarse como referencia:

  • Equipos técnicos especializados que acompañan el proceso de escucha.
  • Metodologías lúdicas o narrativas que permiten a los niños expresarse con mayor libertad.
  • Sentencias redactadas en lenguaje claro, incluso con versiones específicas dirigidas a los propios niños.

Asimismo, la jurisprudencia nacional y regional ha dado pasos significativos en esta línea, afirmando la obligatoriedad de oír a los niños en todos los procesos que les conciernan y reconociendo efectos concretos a su opinión. La Corte Interamericana de Derechos Humanos y los tribunales locales han reiterado que la participación infantil no es una concesión, sino un derecho exigible, cuyo desconocimiento puede afectar la validez del proceso.

Por último, cabe destacar que reconocer la soberanía infantil también implica repensar el rol adulto: pasar de decidir “por” o “sobre” el niño a decidir “con” él.

Este cambio requiere tiempo, sensibilidad y disposición a ceder espacios de poder, pero resulta imprescindible si queremos construir una justicia verdaderamente inclusiva, plural y respetuosa de la dignidad de todas las personas, sin importar su edad.

IV. Balance y desafíos:

En cuanto a los avances, podemos señalar los siguientes:

  1. Incorporación del enfoque de derechos en normas internacionales y nacionales.
  2. Mayor conciencia institucional sobre la necesidad de escuchar y considerar la voz del niño.
  3. Aparición de prácticas judiciales innovadoras que respetan la participación infantil.
  4. Formación progresiva de operadores jurídicos con perspectiva de infancia.

Para los pendientes:

  1. Persistencia de estructuras culturales que minimizan la autonomía infantil.
  2. Aplicación desigual del derecho a ser oído según territorios o instituciones.
  3. Falta de recursos humanos y materiales para garantizar espacios adecuados de participación.
  4. Necesidad de transversalizar esta mirada en todos los ámbitos que afectan a la infancia: salud, educación, políticas públicas.

El desafío es colectivo y exige voluntad política, compromiso institucional y una ética de la escucha activa. No se trata solo de ampliar derechos, sino de construir relaciones más respetuosas de derechos, donde cada niño y niña pueda ejercer su ciudadanía desde el inicio de su vida.

Una reflexión en voz baja, que sigue creciendo en el hacer cotidiano

Desde la experiencia, he aprendido que no hay participación auténtica sin disposición a incomodarnos, a revisar nuestras certezas y a abrir espacios reales de poder compartido.

La niñez nos interpela, no desde la fragilidad, sino desde una potencia vital que reclama lugar, voz y decisión. Y en ese gesto, las y los operadores del sistema judicial tenemos una oportunidad —y una responsabilidad— ineludible: acompañar, garantizar y creer.