Los avances legales y normativos en Argentina y América Latina han reconocido que niños, niñas y adolescentes son sujetos plenos de derechos. Sin embargo, esos marcos no siempre se traducen en experiencias cotidianas: persisten prácticas culturales y sociales que invisibilizan a la infancia y vulneran su dignidad.
Las cifras son contundentes: el 59 % de los niños de entre 1 y 14 años sufrió prácticas violentas de crianza y más de la mitad padeció agresiones psicológicas. Según un estudio de UNICEF Argentina, 7 de cada 10 hogares aplican métodos de disciplina que incluyen violencia verbal o física, aun cuando más del 95 % de los adultos considera que los niños no deberían ser castigados físicamente[1].
Asimismo, la Encuesta Nacional de Niñez, Niños y Adolescentes (MICS 2019-2020) informa que el 59 % de los niños y niñas de entre 1 y 14 años sufrió prácticas violentas de crianza, el 42 % recibió castigos físicos, y más de la mitad padeció agresiones psicológicas[2]. En el ámbito escolar, la problemática del bullying y el ciberacoso crece: Argentina figura entre los países latinoamericanos con más reportes de acoso escolar y virtual. Se informa que existen alrededor de 50.250 casos anuales de bullying y ciberacoso formalmente registrados, y que 7 de cada 10 niños sufren alguna forma de acoso o ciberacoso a diario[3].
Estos números revelan algo claro: no basta con normas. Hay prácticas culturalmente aceptadas —el castigo físico, el maltrato psicológico, la relegación de la voz infantil, la tolerancia al acoso escolar o digital— que tienen efectos reales, visibles e invisibles, presentes y duraderos. Para transformar eso, se necesita un cambio cultural profundo, que atraviese nuestras instituciones, comunidades y familias. Que cuestione lo normalizado, reconozca la infancia como portadora de derechos y garantice que cada niño o niña tenga voz, respeto y dignidad.
Romper los patrones que invisibilizan a la niñez como portadora de derechos
Durante siglos, la infancia fue concebida como una etapa de carencia: «ser todavía no pleno», alguien que debía esperar para ser reconocido como sujeto de derechos. Aunque las leyes y tratados internacionales modificaron esa mirada, en la práctica siguen vigentes patrones culturales que reducen a los niños a receptores pasivos de asistencia o protección.
Un claro ejemplo de esta invisibilización es la parentalización, cuando niños y niñas asumen responsabilidades y funciones que corresponden a los adultos: cuidar de hermanos menores, ejercer tareas y funciones de adultos, mediar en conflictos familiares o incluso sostener emocionalmente a sus progenitores. Esta carga indebida les roba su derecho a jugar, a desarrollarse y a vivir su infancia en plenitud.
Otro patrón frecuente surge en contextos de parentalidades sin acuerdos, donde las decisiones de crianza se vuelven campo de disputa entre adultos. Disciplina, educación, normas de convivencia: todo se define sin diálogo con los propios niños, como si fueran “propiedad” de los adultos. En estas situaciones, su voz queda relegada y su derecho a ser escuchados se diluye en el conflicto parental.
Pero invisibilizar a la niñez no solo ocurre en lo privado. También sucede en lo público cuando no se los escucha en decisiones que les afectan, cuando sus opiniones son desestimadas por “falta de madurez”, o cuando las instituciones estatales operan de manera fragmentada, sin articular educación, salud y justicia para asegurar sus derechos. Como advierte la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), el mero reconocimiento legal de derechos es insuficiente si no se acompaña de sistemas de protección integrales y culturalmente efectivos[4].
En los casos más extremos, la institucionalización por falta de cuidados parentales adecuados también refleja esta lógica. Miles de niños y niñas son tratados como objetos de asistencia antes que como titulares de derechos, expuestos a instituciones que, aunque cumplen funciones básicas de resguardo, muchas veces no garantizan vínculos ni entornos de pertenencia.
En la vida privada, muchas veces los niños son tratados como extensión de los adultos; en lo público, como destinatarios pasivos de políticas o programas. Esta mirada los reduce a objetos de asistencia y refuerza la deshumanización: se los concibe como instrumentos, sin valor intrínseco en sí mismos.
Romper con estos patrones significa dejar de pensar a los niños como “propiedad de los adultos” y comenzar a reconocerlos como personas con voces, cuerpos, dignidad y derechos propios, cuya protección y participación activa debe ser garantizada en todos los ámbitos.
Al deshumanizar al niño o niña, son considerados un instrumento, un objeto –propiedad del adulto, y el niño o niña es sometido a intercambios porque carece de valor en sí mismo. La deshumanización se da cuando la persona es instrumentalizada por otra persona[5], duro pero cierto.
De la tutela al protagonismo
El artículo 12 de la Convención sobre los Derechos del Niño establece el derecho a ser escuchado. Tiene voz y opinión propias según sus facultades evolutivas. Sin embargo, todavía es frecuente que en procesos judiciales, escolares o comunitarios se considere que “los niños no entienden”, «otros les llenan la cabeza»… o que su opinión carece de relevancia. Esta visión contradice los postulados de la CDN.
En este punto resulta clave el aporte de Roger Hart, quien en su conocida “escalera de la participación” recuerda que no existe protagonismo infantil sin mediación adulta. Para que la participación sea real y significativa, los adultos deben crear espacios, garantizar condiciones y acompañar el proceso. No se trata de sustituir la voz del niño, sino de asegurar que pueda expresarse y que esa expresión tenga un efecto en las decisiones que lo involucran.
Hart distingue entre formas de participación meramente decorativas o simbólicas, donde los niños son escuchados, pero no influyen, y niveles más altos donde sus opiniones se integran en la toma de decisiones. Esa diferencia marca el paso de la tutela al protagonismo
Existen, sin embargo, ejemplos alentadores. Algunos países de la región han creado consejos consultivos de niñas, niños y adolescentes, espacios institucionalizados donde su opinión incide en políticas públicas. También en el ámbito escolar, se promueven experiencias de mediación entre pares, donde los propios estudiantes participan en la resolución de conflictos, aprendiendo que su voz no solo es escuchada, sino que transforma la vida comunitaria.
Superar el adultocentrismo implica dejar de mirar a los niños como receptores pasivos y reconocerlos como actores sociales con derecho a participar. El protagonismo infantil no significa renunciar a la guía adulta, sino asumir que el acompañamiento de los mayores es lo que hace posible una participación auténtica, con impacto real en las decisiones que los afectan.
El desafío de visibilizar
La invisibilización de la niñez no se limita a los entornos familiares. También se manifiesta en aquellos casos donde las instituciones no logran dar respuesta a realidades cada vez más complejas. La migración forzada, la globalización y las nuevas formas de procreación mediante técnicas de reproducción asistida (TRHA) colocan a niños y niñas en escenarios donde sus derechos se vuelven inciertos o quedan atrapados en un vacío normativo.
Los niños migrantes son un ejemplo claro: muchos enfrentan obstáculos para acceder a la educación, a la salud y a la justicia, ya sea por barreras lingüísticas, por discriminación o por falta de coordinación entre los sistemas nacionales e internacionales. En estos casos, la invisibilidad se traduce en vulneración cotidiana de derechos básicos.
Otro fenómeno contemporáneo es la niñez globalizada, marcada por vínculos familiares que se extienden más allá de las fronteras. En este contexto, las decisiones judiciales deben contemplar no solo la normativa local, sino también el impacto transnacional que afecta directamente a la vida de los niños.
Finalmente, los niños nacidos de la gestación por sustitución enfrentan una incertidumbre particular: la ausencia de marcos legales claros los expone a ser tratados como “objetos de contrato” más que como sujetos de derechos. Una reciente sentencia en Córdoba, Argentina[6], lo dejó en evidencia: la falta de regulación genera zonas grises que terminan poniendo en riesgo lo más esencial, el derecho del niño a la identidad, a una familia y a no ser cosificado.
Estos ejemplos muestran que el desafío de visibilizar a la niñez exige un cambio cultural e institucional profundo. Implica reconocer que, en contextos migratorios, globalizados o atravesados por los avances científicos, los niños siguen siendo, ante todo, personas con dignidad y derechos inalienables, cuyo interés superior debe prevalecer frente a cualquier conflicto adulto, vacío normativo o frontera territorial.
Reflexión final
La verdadera pregunta no es si contamos con marcos normativos suficientes, sino si estamos dispuestos a convertirlos en realidad. Llevarlos a la práctica y darles cuerpo en la vida diaria.
[4] OEA/Ser.L/V/II.166 Doc. 206/17 – 30 noviembre 2017
[5] Esperanza Del Niño Jesús Cabrera Díaz, REFLEXIÓN SOBRE LA DIGNIDAD DEL NIÑO Y NIÑA, Universidad del Bosque, Colombia – Revista Colombiana de Bioética, vol. 12, núm. 2, pp. 90-100, 2017
[6] Unidad de Jueza N° 1 del Tribunal de Gestión Asociada de Niñez, Adolescencia, Violencia Familiar y de Género, expediente “M., B. L. – CONTROL DE LEGALIDAD (LEY 9944 – ART. 56)”, Sentencia Nº 7 de fecha 22/07/2025.
