Una profesional del equipo técnico usó esta frase y se me quedó grabada.
Fuimos al encuentro de dos grupos de hermanos en un hogar para niños sin cuidados parentales, un dispositivo del sistema de protección.
Son momentos tan delicados como profundamente humanos. Muchas veces, esos niños han sido vistos solo desde sus carencias, desde expedientes que acumulan diagnósticos, medidas judiciales, antecedentes en otras instituciones.
Pero en el encuentro, algo cambia.
No se trata solo de conocer ni de oír, sino de ver verdaderamente. De registrar su existencia, su historia, sus gustos, sus gestos, sus espacios.
De devolverles, aunque sea por un instante, la posibilidad de ser alguien ante otro.
Alguien con nombre, con deseos, con temores. No solo el dato de un trámite judicial.
Y en ese gesto —el de intercambiar caramelos, preguntarles por sus tareas, compartir una actividad— puede germinar algo. Algo que parece simple pero no lo es: confianza, reparación, dignidad.
Ese es uno de los mayores desafíos de la justicia de infancia: no burocratizar la mirada.
No perder de vista lo esencial.
Porque cuando un niño se siente visto, empieza a reconocerse como sujeto de derechos.
Y entonces, todo el sistema tiene que estar a la altura.
