La audiencia de filiación de Aldana tenía una expectativa distinta. Íbamos a resolver un detalle técnico, un asunto de identificación legal, pero esa mañana, una niña de seis años nos mostró que el derecho puede tener dulzura.
Aldana llegó al juzgado con la alegría inocente que solo los niños traen. Con sus trenzas bien hechas, camiseta rosa y una energía que desbordaba. Le faltaba un diente, su primer diente de leche, y su sonrisa, ahora un poco desdentada, contagiaba a todos.
Nos sentamos en la mesa, y mientras pintaba, nos contó de sus amigas Mili, Lucía y Victoria. Nos habló de su ilusión de empezar primer grado el año próximo y, mientras conversaba, su figura irradiaba sueños.
La charla fluyó tan natural que casi olvidé el motivo formal de su visita. Había que hablar del apellido que iba a llevar, esa pertenencia en papel y tinta que la ley exige. Pero antes de que yo dijera nada, fue ella quien, con una voz suave y segura, planteó la pregunta:
«Vine para que me des mi apellido. Vos, ¿cómo me lo querés dar?”
Su pregunta me sorprendió. Solemos tratar temas complejos en el juzgado, como el acto de identidad que se otorga en un papel firmado, pero para Aldana, todo eso era ajeno.
Respondí con una sonrisa, sin saber dónde nos llevaría su imaginación: «¿Y cómo te gustaría que te lo dé?»
Ella pensó un instante y declaró con seriedad: «En una caja llena de caramelos.»
Nos organizamos, y antes de que se fuera, le entregamos su apellido en una caja de caramelos. Aldana salió del juzgado con su apellido nuevo (escrito en colores) y una caja de dulzura que nos recordará que el derecho, al final, es un acto de amor y pertenencia.
Esa audiencia de filiación se convirtió en un recuerdo inolvidable, no solo para Aldana. Nos recordó que detrás de cada expediente, cada norma y cada nombre, hay una historia, y que la justicia también tiene espacio para la ternura. Y fue Aldana, con su sonrisa desdentada y su vestido rosa, quien nos lo enseñó.
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