La inteligencia artificial está transformando todos los ámbitos de la vida, incluso aquellos donde el factor humano parecía incuestionable: la justicia, la familia, las decisiones que tocan la vida de las personas.

Pero hay algo que la tecnología no puede reemplazar: la sensibilidad humana que da sentido a cada decisión justa.
Porque los algoritmos pueden procesar datos, pero no comprender emociones. Pueden calcular probabilidades, pero no medir el dolor o la esperanza de una historia familiar.

La justicia familiar enfrenta hoy un desafío ético y jurídico sin precedentes: incorporar herramientas tecnológicas sin perder el alma del Derecho.
Eso significa integrar la IA como apoyo, no como sustituto; usarla para agilizar y mejorar procesos, sin despojar de humanidad al juicio.

La brújula sigue siendo la misma: la persona en el centro, la dignidad como norte.
La inteligencia artificial puede ofrecer respuestas, pero la justicia —cuando es verdadera— solo puede surgir del encuentro humano.