Escuchar a un niño no es solo abrirle un espacio para hablar.
Es acompañar su palabra, sostenerla y proteger tanto lo que dice como lo que calla.
En estos días, el debate público se reavivó en torno a las denuncias falsas, a partir de hechos distintos que, sin embargo, confluyeron en la agenda legislativa y mediática.
No pretendo detenerme en esos acontecimientos, sino en lo que ellos despiertan: preguntas, inquietudes, reflexiones.

Porque el tema es complejo y profundamente sensible, y exige ser abordado desde múltiples dimensiones: jurídicas, clínicas, institucionales y humanas.

En momentos de tensión social conviene volver a los fundamentos:
• El derecho a ser escuchado es un pilar de la Convención sobre los Derechos del Niño.
• Pero si se ejerce sin cuidado, sin acompañamiento profesional ni emocional, puede transformarse en un riesgo.

No hay mayor revictimización que pedirle a un niño que repita su dolor sin comprender lo que implica revivirlo.

Escuchar no es interrogar.
Tampoco es delegar en la infancia decisiones que exigen madurez adulta.
Es crear un espacio seguro donde la voz se traduzca en acompañamiento, no en exposición.

Escuchar es un acto jurídico, ético y humano.
Escuchar bien es cuidar.

Ser escuchado no equivale a decidir sin resguardo.