La reciente decisión de no judicializar penalmente un caso de bullying nos interpela como operadores del sistema: ¿estamos distinguiendo adecuadamente entre el derecho a ser oído y la lógica de la imputación?

El derecho a ser oído —consagrado en el artículo 12 de la Convención sobre los Derechos del Niño— es una garantía fundamental, que reconoce a niñas, niños y adolescentes como sujetos de derecho, no como objetos del proceso. Ser oído no equivale a ser indagado, y respetar esa diferencia es esencial para una justicia con perspectiva de infancia.

La edad también importa. En un momento donde se reavivan los debates sobre la franja de punibilidad penal juvenil, conviene recordar que los estándares internacionales —como los del Comité de Derechos del Niño— recomiendan elevar, no reducir, los umbrales etarios de responsabilidad penal. La madurez evolutiva y las condiciones de contexto deben guiar nuestras respuestas jurídicas, más allá de la presión social o mediática.

No basta con bajar la edad de imputabilidad si no se cuenta con un sistema regulatorio serio y específico en materia de Régimen Penal Juvenil. El riesgo de agravar la exclusión o la criminalización temprana de la niñez es real si no hay garantías adecuadas, recursos técnicos ni enfoque restaurativo.

No toda conducta disvaliosa en el ámbito escolar debe canalizarse por el derecho penal. Las respuestas eficaces y sostenibles pasan por la educación, la prevención, la mediación y el trabajo interdisciplinario. El fuero penal no puede, ni debe, ser la única herramienta frente al dolor de una infancia.

Escuchar es reconocer la dignidad del niño; indagar es otra cosa. Y en esa distinción se juega la coherencia de un sistema que dice proteger derechos.

¿Estamos listos para repensar nuestras prácticas desde esta perspectiva? ¿Estamos listos como padres/madres para asumir una crianza respetuosa? ¿Nos preguntamos en qué somos —como adultos— responsables?