Lo que Luis nos enseñó sobre el verdadero sentido de escuchar
Hace unos días recibimos a Luis, de 8 años. Siete de esos años transcurrieron entre el conflicto permanente de sus padres y una sucesión de expedientes judiciales: doce procesos iniciados por múltiples reclamos y desacuerdos. Cada aspecto de su vida terminó convertido en materia de resolución. Y, en cada oportunidad, ambos padres insistieron en que “Luisito” debía ser escuchado.
En 2 de esos procesos correspondía hacerlo. El primero por la disputa de su custodia y el otro por la autorización de un viaje. Lo invitamos al Juzgado como única oportunidad para ambas situaciones. La entrevista había sido cuidadosamente planificada con el equipo técnico. Participaron la psicóloga, la abogada del niño y el Ministerio de Niñez. Creamos un espacio seguro, con juegos y conversaciones sobre su vida, sus afectos, sus rutinas y ese mundo que él habita entre dos casas y muchos adultos.
Hablamos de su hermano, de sus amigos, de lo que disfruta en cada hogar. Nada de preguntas directas. Nada que lo colocara ante decisiones que nunca deberían pesar sobre sus hombros.
En un momento, él mismo pidió dejar de ser llamado “Luisito”: “Así me dicen mis papás, pero yo ya soy grande”. Ese gesto habló más que muchas respuestas. Dejó claro que anhela un mundo de afectos sin disputas ni fronteras, un mundo donde pueda crecer sin quedar atrapado en las peleas adultas. Y entonces, con una lucidez que desarma, preguntó: “¿Qué receta tienen tus libros para que ellos dejen de pelearse?”
Al finalizar, una profesional se acercó y me dijo:
—“Doctora, no le hizo la pregunta…”
—“¿A qué pregunta se refiere?”
—“A con quién prefiere vivir y si quiere viajar o quedarse.”
Mi respuesta fue simple:
—“Todo lo que necesitaba saber, ya lo sé.”
Esa escena me acompaña desde entonces.
Porque todavía hay quienes creen que el derecho a ser oído es un interrogatorio.
Y no lo es.
Escuchar no es exigir definiciones.
No es convertir un proceso judicial en un dilema imposible.
No es cargar a un niño con decisiones que pertenecen al mundo adulto.
El derecho a ser oído no puede confundirse con la obligación de ser indagado.
La verdadera escucha es respetuosa, cuidadosa. Busca comprender, no forzar. Proteger, no presionar. Busca leer en los gestos, en los silencios, en los relatos espontáneos, aquello que un niño puede y quiere decir… y aquello que jamás debería decir.
Luis habló. A su manera. Y lo dijo todo.
Ojalá existiera una receta para que el mundo adulto aprenda, de una vez, a darle un lugar donde su voz pueda ser escuchada sin imponerle el peso de decisiones que no le corresponden.
