¿A quién pertenece un hijo? la pregunta incomoda, interpela y, al mismo tiempo, revela un cambio de época. Durante siglos, la idea de que los padres “deciden” por sus hijos fue aceptada casi sin discusión. Sin embargo, los casos que llegan a los estrados judiciales muestran, una y otra vez, que ese supuesto poder adulto tiene límites precisos que no pueden ignorarse: la vida, la identidad y los vínculos no están en manos de los adultos. Son derechos propios de los niños.
Cada vez que un conflicto familiar escala hasta un tribunal, quienes juzgamos debemos detenernos frente a casos e historias que generan estos interrogantes. Y la propuesta es que nos detengamos no desde la teoría, sino desde la urgencia de situaciones reales, como por ejemplo: niños cuya vida depende de prácticas médicas que sus propios padres rechazan; niños cuya identidad está cuestionada u ocultada por los propios padres; niños cuyo derecho a viajar se enfrenta al enojo desmedido con el otro progenitor, o, incluso a riesgo de perder tiempo esencial con el que no convive.
Es en estas encrucijadas donde la pregunta inicial recupera todo su vigor:
- ¿Dónde termina la potestad parental y dónde empieza la responsabilidad de garantizar los derechos del niño?
No se trata de oponer a los padres con el Estado, ni de desplazar la autoridad familiar. Se trata de reconocer que los niños no son extensiones de la voluntad adulta. No son propiedad, ni proyecto, ni depósito afectivo. Son personas con derechos que deben ser respetados incluso —y especialmente— cuando las decisiones de los adultos avanzan sobre lo que les pertenece solo a ellos.
Desde ese lugar, este artículo propone recorrer tres escenas que son claros ejemplos de debate público y jurídico: la salud, la identidad y el vínculo. Tres ámbitos donde, con frecuencia, los adultos intentan decidir por encima de lo permitido y donde el derecho muestra algo esencial: cuidar no es poseer; acompañar no es apropiarse; amar no es disponer.
1. PRIMERA ESCENA: CUANDO LA FE ADULTA PONE EN RIESGO LA VIDA DEL NIÑO
Se trató de un caso en el que un bebé llega a un hospital de la Patagonia con un diagnóstico urgente. Los médicos explican que necesita una cirugía inmediata para sobrevivir. No es una sugerencia, no es una alternativa: es una intervención vital. Pero sus padres, guiados por profundas convicciones religiosas, se niegan a autorizarla. Piden esperar. Piden confiar. Piden que no intervenga el Estado.
Estas escenas son tan humanas como compleja. Porque la libertad de culto es un derecho constitucional sólido, que protege creencias, prácticas y convicciones. Pero también es cierto que esa libertad no puede proyectarse sobre el cuerpo de un niño cuando lo expone a un riesgo grave.
Y allí surge la pregunta que ese juez (como tanto más) debe enfrentar:
- ¿Hasta dónde llega la decisión adulta cuando lo que está en juego es la vida de un hijo?
En este caso, la respuesta fue concreta: la vida del niño no es negociable. El Estado intervino, autorizó la cirugía y el bebé sobrevivió. No para contradecir una fe, ni para suplantar a una familia, sino para recordar un límite esencial del derecho: ningún adulto, por más legítimas que sean sus convicciones, puede disponer de un derecho que no le pertenece.
La vida y la salud integran el conjunto de derechos que son indisponibles. No dependen de la voluntad de los padres, porque pertenecen a la dignidad del niño. Por eso, cuando la convicción religiosa se transforma en una decisión que podría costarle la vida, la responsabilidad parental encuentra su frontera: cuidar no es renunciar a la obligación de proteger.
El caso lo deja en evidencia: la responsabilidad parental no es un poder; es un deber. Un deber de adoptar decisiones razonables, oportunas y seguras. Un deber de preservar la vida, incluso cuando duela contrariar convicciones profundas. Y un deber que se vuelve más claro cuando el niño aún no puede hablar, pedir auxilio ni expresar su miedo.
En estas situaciones extremas, el Estado no reemplaza a la familia. La complementa para garantizar que el niño siga con vida.
Es allí donde se revela el verdadero sentido de la pregunta:
- ¿A quién pertenece un hijo?
- A nadie.
Mucho menos a las creencias de los adultos cuando esas creencias pueden costarle la existencia.
2. SEGUNDA ESCENA: IDENTIDAD — EL LÍMITE MÁS ÍNTIMO DEL “ADUEÑARSE”
Hay decisiones adultas que no solo afectan el presente de un niño, sino también su modo de nombrarse y reconocerse en el mundo. Entre ellas, pocas son tan sensibles como las vinculadas a la filiación: reconocer, no reconocer, retrasar el trámite, sembrar dudas, supeditar la verdad a conflictos personales.
Y en nuestro juzgado nos tocó decidir en uno de esos casos donde la identidad de un niño quedó atrapada entre las tensiones y los conflictos de los adultos. Un hijo sin lazo biológico. Secretos. Dudas. Reproches entre la pareja. Infidelidades recíprocas. (C.,M.R. c/R.,S.C. s/nulidad de filiación, sentncia de fecha 28/11/2025)
Un problema de padre que revelaba, con crudeza, una pregunta inevitable:
- ¿Puede un adulto adueñarse de la identidad de un niño?
La respuesta, jurídica y éticamente, es no.
La identidad es un derecho personalísimo, no disponible. No puede quedar condicionada por maniobras afectivas, patrimoniales o emocionales. El nombre, el origen y la filiación no son espacios negociables: son el núcleo más íntimo de quien un niño es y será.
Cuando un adulto manipula esa situación, no está “decidiendo” por su hijo: está afectando un derecho que no le pertenece.
Desde esa concepción trabajamos no para imponer una etiqueta, sino para garantizar la verdad que el niño necesita para construir su proyecto de vida. Su mapa identitario. En garantía de su derecho a conocer su origen. Su historia. El derecho a la verdad.
La escena deja una enseñanza profunda en pocas palabras:
- El límite más esencial del adueñarse: es la identidad. El Estado interviene no para “quitar” a un hijo, sino para poner un límite a la disponibilidad de derechos.
- La verdad identitaria no es un campo de disputa; es un territorio del niño.
3. TERCERA ESCENA: VIAJES Y VÍNCULOS — EL TIEMPO DEL NIÑO TAMBIÉN ES DERECHO
Existen situaciones muy frecuentes en las que los jueces deben intervenir ante solicitudes de autorización para viajar al exterior, ya sea por vacaciones u otros proyectos familiares. Muchas de estas propuestas son valiosas y enriquecedoras. Sin embargo, la extensión del viaje suele plantear un punto delicado: implica que el otro progenitor ceda semanas de tiempo y soporte una interrupción significativa en el vínculo que mantiene con el niño.
Y allí aparece una pregunta esencial que los adultos suelen pasar por alto:
- ¿Pueden ellos decidir libremente sobre el tiempo del niño, aun cuando ese tiempo es también el derecho del niño a mantener vínculos con ambos progenitores?
Tales casos nos obligan a ponderar algo esencial: viajar es un derecho, recrearse también. Pero ninguno de esos derechos —legítimos para los adultos— puede diluir la continuidad afectiva que un niño necesita. La relación con ambos progenitores es un derecho humano, no un acuerdo entre adultos.
Por eso, cuando un viaje —sea breve o extenso— corre el riesgo de diluir ese vínculo, corresponde fijar un límite. No para restringir experiencias valiosas, sino para resguardar algo irremplazable: el tiempo que el niño necesita compartir con quien también sostiene su mundo afectivo.
CONCLUSIÓN: ENTRE EL AMOR Y LA LEY, EL LÍMITE ES SIEMPRE EL NIÑO
Volver a la pregunta inicial ya no es un ejercicio teórico. Después de recorrer estas escenas —la salud, la identidad y los vínculos— queda claro que cada una revela algo más profundo que un conflicto familiar: muestra los límites precisos que la ley traza para enseñar que los niños no son territorio disponible para las decisiones adultas.
La responsabilidad parental no otorga propiedad; otorga deberes.
- Deberes de cuidado, de protección, de escucha, de respeto.
- Deberes que se vuelven más visibles justamente cuando las decisiones de los adultos avanzan sobre aquello que pertenece solo al niño: su vida, su verdad, su tiempo.
La Justicia interviene en estos casos no para reemplazar el criterio de las familias, sino para señalar la frontera que ninguna voluntad adulta puede cruzar: la frontera de los derechos del niño.
Allí donde la decisión de un adulto arriesga la salud, distorsiona la identidad o interrumpe un vínculo esencial, la ley debe actuar para preservar lo que no es negociable.
Porque un hijo no pertenece.
Ni al amor, ni a las creencias, ni a los proyectos, ni a los conflictos de los adultos.
Pertenece a sí mismo.
Y la tarea —como familia, como Estado, como sociedad— es siempre la misma: acompañar sin invadir, cuidar sin apropiarse, decidir sin borrar al niño que está en juego.
Ese es, en definitiva, el verdadero sentido de la responsabilidad parental. Y también, el punto de partida para construir una justicia que mire a la infancia con la dignidad que merece.
