El “deterioro” de los derechos humanos suele asociarse a grandes omisiones estatales o a regímenes –autoritarios o incluso en democracias-  que recortan garantías. Sin embargo, este proceso comienza — y se arraiga — en cada relación interpersonal en la que un sujeto desoye, minimiza o niega la dignidad del otro. Solo al reconocer esta raíz micro podemos comprender plenamente cómo las fallas institucionales proliferan y se justifican.

Concepto y fundamentos

Los derechos humanos descansan en la idea de la dignidad inherente a toda persona (Declaración Universal de Derechos Humanos, 1948) y se plasman en normas internacionales como nacionales. Son universales, indivisibles e interdependientes: la violación de uno erosiona el respeto a todos los demás.

Violaciones intersubjetivas: la semilla del deterioro

Las microagresiones cotidianas —comentarios discriminatorios, humillaciones, estereotipos peyorativos— funcionan como goteo corrosivo. Cada vez que toleramos una situación que estigmatiza, o ignoramos a una persona por su condición social, estamos reconociendo implícitamente que hay personas “menos dignas”. Así, se debilita la conciencia colectiva de que todos merecen respeto y protección.

Intereses sistémicos

A nivel macro, los Estados pueden omitir políticas públicas esenciales (salud, educación, vivienda), promulgar normas que limitan libertades (leyes de seguridad excesivas) o capturar instituciones en beneficio de grupos selectos. Pero estas prácticas encuentran un terreno fértil cuando la sociedad ya ha naturalizado el menosprecio interpersonal. Sin indignación ante las microviolaciones, las arbitrariedades estatales se aceptan como “necesarias” o “inevitables”.

Retroalimentación entre lo individual y lo institucional

Existe una doble vía de refuerzo:

  • De abajo hacia arriba: la tolerancia social a la discriminación abre paso a formas de expresión que refuerzan prejuicios y, en consecuencia, habilitan restricciones legales.
  • De arriba hacia abajo: cuando desde el ámbito público se normalizan mecanismos basados en el control o la exclusión, se refuerza la idea de que esas formas de trato también son válidas en el espacio privado.

Casos paradigmáticos

En Argentina, la violencia de género se presenta como uno de los indicadores más alarmantes del deterioro de los derechos humanos. Según datos publicados recientemente por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, durante el año 2023 se registraron 252 víctimas letales de violencia de género en todo el país. Este número incluye femicidios, travesticidios y transfemicidios, y evidencia un patrón persistente de agresiones que muchas veces se originan en prácticas cotidianas naturalizadas —como los celos, los insultos o la desvalorización sistemática— que no reciben una respuesta institucional temprana o adecuada[1].

La falta de coordinación entre organismos, la demora en las medidas de protección y la inacción frente a señales reiteradas de riesgo constituyen un caldo de cultivo para que estas violencias escalen. El informe de la Oficina de la Mujer de la CSJN pone de relieve que, en muchos casos, existían denuncias previas o intervenciones estatales que no lograron evitar el desenlace fatal.

En México, el caso de Fátima, una niña víctima de violencia escolar en un entorno que no supo o no quiso intervenir a tiempo, visibiliza otra forma de desprotección estructural. Lejos de ser un hecho aislado, este tipo de situaciones se inscriben en una realidad global: según datos recientes, más de mil millones de niños y niñas en el mundo sufren acoso escolar. Cuando las instituciones educativas, las familias o las autoridades minimizan estas violencias, se refuerza un mensaje de tolerancia social frente al daño, debilitando las garantías de protección integral para la infancia[2].

También en el ámbito laboral se observa cómo ciertas prácticas naturalizadas pueden minar progresivamente los derechos fundamentales. Según una encuesta mundial de la OIT, más de una de cada cinco personas —el 23% de la población activa— ha experimentado violencia o acoso en el trabajo, ya sea física, psicológica o sexual. Estos episodios, muchas veces silenciados por miedo, vergüenza o falta de mecanismos confiables de denuncia, revelan un entorno donde se tolera el maltrato y se debilita la protección de la dignidad personal. Cuando estas formas de violencia no se abordan con claridad desde las instituciones, el mensaje implícito es que la vulneración de derechos en espacios productivos forma parte de la “normalidad”, lo que refuerza el círculo del deterioro social[3].

Consecuencias

El deterioro de los derechos humanos genera impactos que trascienden el ámbito jurídico: transforma el tejido social, erosiona la legitimidad de las instituciones y debilita el sujeto ético y político que cada persona encarna.

Estas consecuencias se manifiestan en diferentes niveles:

  • Sociales. La naturalización de la violencia y la indiferencia frente a las vulneraciones produce comunidades fragmentadas, en las que se debilitan los lazos de respeto recíproco y cuidado colectivo. El incremento de expresiones excluyentes, actitudes de descalificación hacia quienes piensan, viven o actúan de modo diferente, y la tendencia a establecer categorías de superioridad social, favorecen un clima de tensión y enfrentamiento entre grupos. Esta fractura social alimenta ciclos de violencia, donde la resolución de los conflictos deja de apoyarse en el diálogo y se desplaza hacia respuestas reactivas, muchas veces agresivas o punitivas.
  • Políticas. La reiteración de prácticas violatorias de derechos —ya sean por acción u omisión del Estado— genera una profunda crisis de confianza ciudadana en las instituciones. La percepción de impunidad, la falta de respuestas eficaces y la distancia entre las normas y su aplicación concreta erosionan la legitimidad del Estado como garante del bien común. Esta situación fragiliza el Estado de derecho y abre espacio a propuestas autoritarias que prometen orden a cambio de derechos, debilitando los consensos democráticos que sostienen la convivencia.
  • Personales. En el plano individual, la exposición sostenida a contextos de vulneración impacta en la subjetividad: deteriora la autoestima, afecta la salud mental y debilita la confianza en los propios recursos para reclamar o ejercer derechos. Las personas comienzan a internalizar la desigualdad como un destino inevitable, lo que limita su agencia y las posibilidades de participación activa en la vida social. El silencio y el retraimiento se vuelven formas de autoprotección, pero también de resignación, con efectos acumulativos para la cohesión comunitaria.

Propuestas de intervención

Frente al deterioro progresivo de los derechos humanos, es imprescindible avanzar en estrategias integrales que fortalezcan una cultura de respeto y resguardo de la dignidad. Las respuestas no deben limitarse al plano institucional, sino también habilitar una transformación cultural que involucre activamente a la ciudadanía. Entre las acciones prioritarias, se destacan:

  • Educación en derechos humanos. Es fundamental incorporar, desde los primeros niveles del sistema educativo, contenidos orientados al reconocimiento de la dignidad de cada persona, el desarrollo de la empatía y el respeto por las distintas trayectorias de vida. La formación temprana en valores democráticos y en habilidades para la convivencia previene la reproducción de prácticas lesivas y promueve la construcción de vínculos más conscientes.
  • Mecanismos de denuncia accesibles. La existencia de canales institucionales seguros, eficaces y transparentes para reportar situaciones de vulneración resulta esencial. Oficinas locales con equipos capacitados, así como plataformas digitales adaptadas a diferentes públicos, deben garantizar la confidencialidad, el acompañamiento adecuado y la trazabilidad de las denuncias, de modo que la respuesta estatal no profundice la victimización.
  • Responsabilidad ciudadana. La defensa de los derechos humanos no es solo una función del Estado, sino también una tarea cotidiana que compromete a cada persona. Promover una actitud activa frente a las situaciones de maltrato —como no validar expresiones despectivas, brindar apoyo a quien sufre una injusticia o difundir información verificada— convierte a cada ciudadano en un eslabón de cuidado social. Ser “vigilante de la dignidad” es, en este sentido, un llamado a sostener una ética de la presencia y la palabra frente al agravio.

Conclusión

El deterioro de los derechos humanos no comienza —ni termina— en las grandes decisiones del poder político. Se gesta, muchas veces, en lo imperceptible: en la omisión ante una injusticia, en la mirada que se desvía, en la palabra que hiere o en el silencio que deja hacer. Pero esa misma lógica puede invertirse. Si la vulneración se construye paso a paso, también puede desmontarse gesto a gesto.

La recuperación de una ética pública basada en la dignidad y el respeto mutuo no requiere grandes discursos, sino compromisos concretos: en la escuela, en el trabajo, en la calle, en la justicia. Cada acción que repara, cada intervención que acompaña, cada decisión que protege, contribuye a reequilibrar lo que parecía quebrado.

No se trata de idealizar la convivencia, sino de asumir que los derechos no se sostienen solos: necesitan de nuestra atención constante. Tal vez no logremos cambiar el mundo en un solo acto, pero sí podemos cambiar el mundo de alguien cada vez que elegimos actuar con respeto, con coraje y con humanidad.


[1] https://www.csjn.gov.ar/novedades/detalle/9344

[2] https://www.infobae.com/educacion/2025/03/04/el-caso-de-fatima-no-es-aislado-el-bullying-afecta-a-mil-millones-de-ninos-en-el-mundo/

[3] https://www.ilo.org/es/resource/news/la-violencia-y-el-acoso-en-el-trabajo-afectan-m%C3%A1s-de-una-persona-de-cada