Hace unas semanas, una niña, Nina, volvió al juzgado. «Su» expediente ya estaba archivado desde hacía más de dos años. Pero ella insistía en verme. Los agentes de seguridad, al principio, no entendían por qué.
Cuando la recibí, me dijo con una sonrisa que se me quedó grabada: “Solo vengo a mostrarte que aprendí a hacer la vertical sin miedo a ponerme de cabeza”. En efecto, durante el conflicto entre sus padres sobre dónde y con quién viviría, la mayor preocupación para ella era perderse la clase que más disfrutaba: educación física, porque soñaba con aprender a hacer la vertical sin temor a quedar cabeza abajo.
Durante aquel proceso, su vida —como la de muchos niños y niñas en medio de conflictos familiares— estaba «dada vuelta». Las discusiones por su residencia, el dolor de ver a sus adultos en tensión, la incertidumbre… todo era un mundo “de cabezas”.
Su visita, su insistencia en encontrarme, la razón que tenía en este tiempo para volver, su «vertical» perfecta, su sonrisa al despedirse «del todo» -como lo dijo-, no es solo una anécdota tierna. Es toda una lección. Porque ella transformó el miedo en juego, la inestabilidad en confianza, y el caos en aprendizaje.
¿Qué me enseñó, Nina?
Que, quienes trabajamos en justicia de familia muchas veces tenemos el privilegio —y la responsabilidad— de acompañar estas transiciones. Lo que decidimos tiene impacto real. Pero también lo tiene cómo nos vinculamos, cómo escuchamos, cómo podemos acompañar para que el conflicto sea desactivado. Y hasta cómo somos recordados.
Nina vino a enseñarme que incluso cuando todo parece al revés, hay algo que puede sostenernos: la confianza construida.
Porque aun cuando el expediente se cierra, los procesos personales siguen. Y escuchar a conciencia, también es una forma de abrazar con justicia.
PD: Nina es un nombre ficticio. La historia real. La enseñanza también.
