Hablar de altas capacidades no es hablar de privilegios, sino de diversidad.

De niños y niñas que piensan distinto, sienten distinto y aprenden a otro ritmo.

El desafío no está en etiquetar, sino en reconocer y acompañar esas diferencias con respeto, escucha y estrategias pedagógicas adecuadas.

Cuando el sistema educativo no logra hacerlo, la consecuencia no es el éxito prematuro, sino muchas veces la frustración, el aislamiento o la pérdida del deseo de aprender.

Por eso, la educación inclusiva también significa abrir espacio para quienes necesitan más: más estímulo, más profundidad, más comprensión.

Reconocer las altas capacidades es una cuestión de derechos.

Es garantizar que cada niño y niña pueda desplegar su potencial sin quedar atrapado en un molde único.

La verdadera inclusión educativa no homogeniza: personaliza, comprende y potencia.

Y ese sigue siendo uno de los mayores desafíos del siglo XXI.