La sentencia aborda el debate sobre la imposición judicial de terapia obligatoria a progenitores en el marco de un conflicto por el régimen de comunicación con sus hijos. El caso se originó en un proceso altamente conflictivo entre madre y padre, en el que las disputas constantes repercutían directamente en el bienestar emocional de los niños.
El juzgado de primera instancia había ordenado que ambos progenitores asistieran a un espacio terapéutico como condición para sostener y mejorar los vínculos familiares. Uno de ellos apeló, argumentando que esta obligación configuraba una intromisión excesiva del poder judicial en su esfera de derechos personales, particularmente en su libertad de conciencia y autodeterminación.
La Cámara analizó la medida desde una doble perspectiva: por un lado, la necesidad de proteger el interés superior del niño como principio rector del derecho de familia; y por otro, los límites que deben observarse frente a la autonomía personal de los adultos. En ese marco, consideró que la orden de asistir a terapia no puede entenderse como una sanción o como un avasallamiento de libertades, sino como una herramienta de acompañamiento destinada a reducir el nivel de conflictividad parental y garantizar un entorno sano para los hijos.
La sentencia destacó que el mandato judicial se justificaba en la persistente judicialización de las disputas, en los informes periciales que recomendaban apoyo psicológico, y en la obligación del Estado de brindar una tutela judicial reforzada cuando los derechos de los niños se ven amenazados.
En consecuencia, el tribunal confirmó la obligatoriedad de la asistencia terapéutica, aclarando que su legitimidad radica en la finalidad protectora hacia los niños y no en un control arbitrario sobre la vida privada de los progenitores.